por Álvaro Trabanco
Las historias de esas segundas generaciones son mucho más heterogéneas que las de sus padres. En primer lugar, porque los acuerdos para la importación de mano de obra extranjera estaban perdiendo relevancia, a la par que basculaban hacia Turquía y otros países no europeos. En segundo lugar, porque será esta una generación con una identidad difusa, donde no existiría ya un proyecto común en el que verse reflejados, a diferencia de los masivos procesos migratorios en los que estaban envueltos sus progenitores.
José Luis, Ezequiel y Eugenia. Los tres hermanos son esa segunda generación condicionada por las decisiones migratorias de sus padres. Es hora de situarlos en el centro de la historia para, desde su perspectiva, desde su experiencia, completar el esbozo de la compleja identidad forjada en una familia con un pie en cada país. Los dos varones nacieron en España, mientras que su hermana Eugenia lo haría en Aldenhoven, a la mitad de la década que Ezequiel y Pepita dedicaron a trabajar en el extranjero. Los tres serán, no obstante, hijos de la emigración.
Eugenia dejó Alemania con seis meses de edad. La vida la llevaría de vuelta a la tierra en la que nació veintidós años más tarde. En la foto, Eugenia mira fíjamente a la cámara en la cocina de su casa en Jülich.
Eugenia nació en casa, en el hogar que la mina Emile Mayrisch proporcionaba a parte de sus obreros. En la foto, su madre Pepita, de 33 años de edad, la sostiene, todavía en Alemania.
Ezequiel, el hermano de Eugenia, la observa y ríe desde el coche. Los dos hermanos vivirían juntos de forma permanente a partir de 1971, cuando Eugenia ya tenía 6 años de edad. Nunca viviría con su hermano José Luis.
Eugenia y su hermano Ezequiel posan serios delante de los abuelos maternos: Covadonga y Carlos, quienes cuidaron a Eugenia durante sus primeros seis años de vida.
En el mismo lugar que esta foto fue encontrada, Eugenia y su cuñada Puri miran fotos antiguas. Las conexiones que generan los archivos familiares se extienden a lo largo de generaciones
Ezequiel vive en España desde que, con ocho años de edad, los padres le trajeron desde Alemania. Será el único de los hermanos que viviría en el país hasta el día de hoy.
En una tierna imagen, Ezequiel padre e hijo transitan en moto por las calles Alemanas.
En la foto, comparten mesa Ezequiel y Eugenia con su madre Pepita. No hay prácticamente fotos de los tres hermanos juntos, hasta muchoas años más tarde.
Ezequiel y su pareja Puri visitarían Alemania para la confirmación de sus sobrinas. En la foto comparten mesa con Eugenia, quien poco tiempo atrás habría emigrado a Alemania nuevamente.
Ezequiel sostiene risueño en sus brazos a su primera hija, Aida, durante su bautizo, acompañado de sus abuelas, Covadonga y Lola.
José Luis usa su computador en su acogedor hogar en Aldenhoven, el pueblo al que originariamente emigraron sus padres en 1961.
José Luis da la mano a su distraído hermano Ezequiel en una foto de familia en Alemania.
Foto polaroid que José Luis envió a sus padres en la que aparece almorzando en la pausa del trabajo, en Alsdorf, ya en 1974.
Buena parte de su vida José trabajó en la mampostería. La alta calidad de sus trabajos le permitió hacer obras de gran interés estético como la aquí presentada.
Wilma, la mujer de José, con sus dos hijas y su perro durante unas navidades en los años 70.
Wilma y José con los padres de éste, Ezequiel y Pepita.
José ha mantenido desde niño una enorme afición por la pesca. Con seguridad ha sido su principal hobby.
Hasta que no me convertí en migrante, la relación con mi familia alemana era en cierto modo diferente a la que mi padre, sus hermanos y mis abuelos tenían entre sí. Ellos se cuestionaban el sentido mismo de la lejanía y de los años transcurridos. Para mí eran simplemente eso, la familia alemana, y no la familia asturiana surgida tras la emigración.
Hace casi quince años que tuvo lugar mi único viaje a Aldenhoven. Tenía por aquel entonces diez años y el trayecto en autobús duró un día entero. Recuerdo la gran apatía y aburrimiento de esas veinticuatro horas. También la emoción de finalmente poner un contexto a esos familiares que tanto apreciaba: ver donde vivían, oírles hablar alemán en su entorno, visitar sus ciudades. En noviembre de 2016 volvía a pisar las mismas tierras, esta vez en una época más fría del año, lo que terminaría añadiendo un aura de drama a la visita. Tendría la posibilidad de encontrarme con prácticamente todos los miembros de mi familia. A algunos de ellos no los había visto desde mi infancia.
Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de ese primer viaje tiene lugar a los mandos de la gran locomotora presente en el parque de Alsdorf.
Al visitarla quince años después, la encontré destartalada, rodeada por una valla que parecía intentar preservar y contener la memoria de aquel lugar.
Tras los pasos estaba dando sus primeros pasos cuando emprendí el viaje hacia el pueblo que acogió a mis abuelos en 1961. Esta visita sería un momento fundamental en esta investigación ya que pondría a mis tíos, esa segunda generación de migrantes, en el centro de la narrativa, obteniendo su visión de las decisiones que precipitaron esta determinada serie de acontecimientos. Haría esto situándolos en su contexto, con tiempo suficiente para retirar mis propias conclusiones y construir un ensayo visual que permitiese abordar –con base en su ejemplo– la complejidad vital de quienes eran todavía niños durante la oleada migratoria de los años 60.
Al igual que el de mis abuelos, mi itinerario hacia Aldenhoven pasó por París. Tuve la oportunidad de pasar cinco días en la capital francesa, gracias a la hospitalidad de unas amigas. Me dediqué a pasear durante incontables horas por la fría ciudad, mientras ellas trabajaban. Había pensado en esos días previos a Alemania como una oportunidad para planificar las fotografías o vídeo que captaría una vez allí, pero esto no sucedió. De hecho, fue absolutamente imposible pensar en términos prácticos acerca de cómo afrontar un proyecto tan personal. Decidí dejar volar mi mente durante cinco días de pausa, con muchas horas de soledad y frío en el rostro, permitiendo trabajar a la intuición y a los sentimientos que aflorarían tras el reencuentro.
De nuevo, siguiendo los pasos de Pepita y Ezequiel, cogí un tren en la Gare du Nord. Con certeza el ambiente estaba mucho más enrarecido que cincuenta y cinco años atrás: maletas escaneadas, fuertes controles antiterroristas y una cierta tensión en el ambiente.
En el recorrido tuve la oportunidad de conocer a Marie, una chica alemana que vivía en París e iba camino de visitar a un amigo en Düsseldorf durante el fin de semana. Joven emigrada, tanto dentro de Alemania y ahora en Francia, tenía su hogar en la misma zona que acogió a la familia Suárez–Álvarez. Tras muchos años sin haber regresado, abrazando la feliz coincidencia, fui yo quien visitaría su escuela, Gymnasium Haus Overbach, aquí retratada.
Después de varias horas de cómodo trayecto, me bajé en la estación Aachen Hauptbahnhof, en cuyo andén desierto me estaba esperando mi tío José Luis, con quien no había vuelto a encontrarme desde hacía cuatro años y medio. La última vez que nos habíamos visto fue unos meses antes de mudarme a Lisboa, en El Campu-Campo de Caso, en pleno Parque Natural de Redes. La tradición marcaba una visita anual desde que tengo uso de razón, en la que mi tío ocupaba sus horas de vacaciones pescando, mientras que mi tía Wilma disfrutaba con su perro de una tierra que ha visitado en numerosas ocasiones. En una fría noche de noviembre, aquel andén vacío, oscuro y frío, parecía a años luz del verde valle en el que pescamos juntos por última vez. No obstante, ya me sentía como en casa. Tras pasar por la pequeña estación, nos encontramos con Wilma, quien nos esperaba en el coche. Después de unos veinte minutos, llegamos a la centenaria casa, que apenas había cambiado en absoluto en todo este tiempo. Nos recibió su pastor alemán, Lobo, a quien sí que se le notaba el paso de los años en su andar torpe. Recordaba con viveza aquel patio donde aprendí a andar en zancos, el color de la piedra exterior, la acogedora sala de estar. Un calor reconfortante me sacudió al abrir la puerta principal. Tras dejar mis cosas en mi habitación y cenar algo, comenzó lo que sería una larga noche hablando con Jose. Al fin y al cabo, mi tía nunca llegó a aprender español, barrera que siempre ha estado presente a la hora de mantener con ella una conversación larga. Mi padre, Ezequiel, estaba en lo cierto cuando me recomendó que, ante su mala memoria, fuera a hablar con mi tío, quien lo recordaba todo con detalle: estaba claro desde el primer minuto que el viaje había merecido la pena. Jose puede hablar durante horas, y tiene mucho que decir sobre el objeto de mi investigación. Comenzaron así unos días en los que intercambiamos pequeñas visitas a lugares relevantes para mi historia con largas conversaciones a la mesa.
La historia de José Luis —a quien siempre nos hemos referido como Jose— es la de alguien cuya vida fue condicionada enormemente por las decisiones de sus padres. En primer lugar, el tiempo que pasó como niño en Alemania, cuando la familia estaba todavía unida. En segundo lugar, la dura decisión que tomaron sus padres de vivir separados de sus hijos durante años y dejarlos bajo el cuidado de un internado católico durante el curso lectivo, y de familiares durante el verano. Y, en tercer lugar, la decisión de llevarlo a trabajar con ellos a Alemania una vez terminado el colegio. Sería tras dos años trabajando en Aldenhoven cuando Jose tomaría su primera gran decisión: aunque sus padres decidieron regresar definitivamente a España, él se quedaría. Y al final, han sido ya cuarenta y cinco años, dos hijas y tres nietos.
Este grupo de árboles plantados de forma geométrica se erigen en el terreno en el que habían estado instalados los barracones de madera que alojaban a las familias obreras inmigrantes. Las lamentables condiciones para estos gastarbeiter ha intentado ser borrada de la historia de estos procesos. No se conservan fotografías de aquel lugar. Visitamos este terreno con José Luis. No había regresado a él desde que era niño, a pesar de estar a unos cinco minutos en coche de su casa.
Así es como luce una mina de carbón actual en Alemania. Las explotaciones mineras verticales, bajo tierra, dieron paso a extensas minas a cielo abierto con poca mano de obra. Este tipo de actividad minera desplaza poblaciones enteras frecuentemente.
Jose heredó buena parte del humor de su padre Ezequiel. Heredó también aquellas características tan mineras: el orgullo y la tozudez. Por suerte para él, pese a que haya pocas personas más tozudas en la faz de la tierra, Jose es claramente muy inteligente. Tiene una gran capacidad de ver las cosas en perspectiva, con distancia. Tiene opinión para todo y la defenderá con ahínco. Derrocha fortaleza por todos los poros. No solo física —una vida dedicada al trabajo manual y a la construcción transforman el cuerpo— , sino de espíritu. Y es que una existencia difícil transforma la mente. Hoy en día, las horas cargando pesos o agachado colocando piedra han hecho mella, y dos hernias en las cervicales le pasan factura. Jose alterna días no muy malos con otros con grandes dolores. Las pastillas para calmarlos le machacan el cuerpo. A pesar de los problemas, Jose cuenta con un gran sentido del humor. Ha sido siempre un bromista, característica que me recuerda en cierta forma a su padre Ezequiel. Siempre me acuerdo de cuando nos mataba a cosquillas a mi hermana y a mi —creo que a ella no le hacía tanta gracia—, o cuando me cogía por los pies y me dejaba colgado boca abajo en el jardín de una casa rural en Quirós, donde veraneaba muchos años atrás.
Jose nació en Muñera, en 1953 en una casa construida por mis abuelos. Su vida, hasta hoy, siempre ha estado vinculada al río. Él me transmitió esa fascinación por el agua que abre los valles, la que nunca se estanca, por los cantos rodados y el ruido de los rápidos, por las truchas y la paciencia para pescarlas. Cuando era un niño se dedicaba a pescar con todo lo que podía. En aquella época conseguía que un alambre y un cordel hiciesen las veces de aparejos, para luego malvender lo capturado a algún restaurante que veía una oportunidad para aprovechar la situación. Después de que su madre consiguiera traerlo a rastras desde el río a casa, él se escapaba nuevamente para seguir pescando. Pasaba la infancia huyendo del guardarríos. En general, Jose no fue lo que se dice un niño tranquilo y obediente. Fama que ahondó el personaje travieso, que al final cargaba con la culpa de travesuras que hacía su hermano Ezequiel, quien con su silencio esquivaba la responsabilidad. Jose era feliz en Asturias, pero se adaptó rápido a la vida en Alemania cuando sus padres les llevaron a él y a su hermano. Como es habitual en los niños, aprendieron a hablar alemán rápidamente y, como en toda historia de migrantes, eran ellos quienes en ocasiones ayudaban a los mayores a comunicarse.
Dos meses después del nacimiento de su hermana Eugenia en Aldenhoven en 1965, llegó la decisión de mis abuelos de trasladarlos a Asturias, con el objetivo de trabajar más horas y acelerar el proceso de ahorro. Vivir alejados de sus hijos durante su infancia fue sin duda doloroso para mis abuelos. No me cabe duda de que en su cabeza estaba el bienestar económico de la familia, pero esta decisión se convirtió en una losa para todos ellos. Los dos hermanos pasaron cuatro años en un internado religioso en Villaviciosa, una pequeña población asturiana. Sirva como ejemplo la “sutil” forma en que un cura les enseñó lo que les depararían los años venideros: un par de horas después de llegar a la escuela, Jose le dio un consejo a Ezequiel sobre cómo lavarse los dientes. Inmediatamente, el sacerdote le golpeó fuertemente en la cabeza y dijo: “Aquí no se habla”. A su hermano le dieron una paliza por coger una manzana mientras caminaban en una excursión. El castigo físico era una constante en aquel centro. La educación religiosa en un país fascista adoptó la violencia como forma de dominación y de terror desde la más corta edad. La enorme regla de madera de otro de los curas, usada para el castigo físico, la llevaba en el cinturón a modo de espada, incluso tenía una funda confeccionada por una monja. En una ocasión, al desenvainarla, le abrió la frente a un alumno. Este, al ir a ver al director, volvió con los ojos amoratados después de ser objeto de más golpes. La violencia entre alumnos de diferente edad era muy habitual. Jose se metió en muchos problemas defendiendo a su hermano pequeño. Llegó a partir los dientes de un compañero al empujarle mientras bebía en la fuente, en venganza por haberle hecho lo mismo a Ezequiel –aunque con menores consecuencias.
La crueldad no sólo era física: tampoco podían comunicarse con sus familias libremente. Si se daba el caso de que conseguían sacar una carta sin ser censurada, los Correos locales se la traían personalmente al director, quien se aseguraba de que aprendían la lección. Allí no eran nada. Las cartas que enviaban a sus padres eran todas iguales: les obligaban a copiar de la pizarra el mismo texto, “Queridos padres, estamos bien...”. Se cuidaban mutuamente, pero la fuerte personalidad de Jose podía sobrevivir más fácilmente que la del niño tranquilo que era mi padre. Hoy en día, hay una sola comida que mi tío no puede ni probar: patatas con huevos fritos, ya que era prácticamente lo único de lo que se alimentaban. Pasaban mucha hambre. Era difícil que te llegara comida al plato tras servirse el resto de niños. Probaban la carne una vez al año. En muchas ocasiones, pese a tener duchas de agua caliente en el edificio, les hacían ducharse con agua fría en el exterior, y controlaban que se limpiaran correctamente bajo el agua helada. Tras todas estas barbaridades, mi abuelo Ezequiel los sacó del colegio en 1969 porque la escuela les estaba estafando dinero: los curas llevaban años pasándoles facturas de bienes que nunca compraban, siempre se quedaron con la leche que unos amigos les traían diariamente a los dos hermanos... Con el temperamento de mi abuelo Ezequiel, es entendible cuando agarró al cura por la sotana y le dijo con frialdad: “Si no fueras cura te tiraba ahora mismo por esa ventana”.
Ezequiel fue llevado interno a otro colegio en Pravia, donde las condiciones eran mucho más humanas, y donde pudo ser feliz tras años de dolor. Mis abuelos decidieron un destino diferente para Jose. Contra su voluntad fue llevado a Alemania a trabajar con ellos para ganar dinero. El día de la partida, Jose escapaba de sus padres nadando de orilla a orilla del río Nalón, bajo el puente de la Chalana. Finalmente, fue el 24 de mayo de 1969 cuando Alemania se convirtió en su nuevo hogar, hasta hoy. Dos meses después de llegar, Jose consiguió un puesto de trabajo en Strepp, una fábrica de papel. Al poco fue trasladado a la máquina de corte, y posteriormente se dedicó a mover palés con el montacargas. Algunos fines de semana trabajaba junto a su padre, ya que este en la mina no podía hacer horas extra. Jose estuvo en la misma empresa casi cuatro años. Al llegar a Alemania, tenía dieciséis años y sus padres gestionaban todo su dinero. De los cientos de marcos que ganaban entre todos, ellos le daban una pequeña cantidad que casi no le llegaba ni para comprar tabaco.
Jose comenzó a salir con su futura mujer, Wilma, hija de Billy von Vover, compañero de su padre en el mantenimiento de la mina. Al poco tiempo, ella se quedaría embarazada de su primera hija, Manuela. Se lo contaron a sus familias y, estando un día Jose en su habitación, oyó hablar en alemán a su padre Ezequiel y a Billy. Ambos querían seguir caminos diferentes: Billy dijo que él se haría cargo de su nieta. En ese momento, Jose salió a su encuentro y tomaría las riendas de su propia vida al decidir cuidar de su hija y pasar su vida al lado de Wilma. La joven pareja fue entonces presionada para casarse por la iglesia, ceremonia en la que sus hermanos no estuvieron presentes. Pepita y Ezequiel llevaban meses preparándose para regresar a España, así que estuvieron manteniendo un pulso con su hijo y trataron de llevarlo a empujones al coche en el que partirían. Jose se negó a que esto sucediera y se quedó en Aldenhoven. Su segunda hija, Karin, nació dos años más tarde. Era 1971. Jose tenía entonces dieciocho años.
La casa de José y Wilma tiene varios elementos recordatorios de Asturias y España, escogidos seguramente por Wilma, quien siempre cultivó un interés por la cultura del país de su marido. A pesar de ello, la barera idiomática se ha mantenido hasta hoy. No obstante, las visitas a la tierra de José han sido innumerables a lo largo de los años, siendo su principal y casi único destino de vacaciones.
Lobo es el anciano perro de José y Wilma. Un nuevo pastor alemán, adoptado pocos meses después del fallecimiento de su anterior cánido. Wilma siempre se ha dedicado con cariño a los perros de la familia y ha disfrutado de su compañía también durante los viajes a España.
En los años venideros, se dedicó a trabajar en la construcción para diversos contratistas, hasta que en 1984 se formó como técnico de centrales nucleares. Esta opción laboral nunca llegaría a materializarse, ya que le surgió la oportunidad de tomar las riendas de la compañía para la que estaba empleado y de la que a día de hoy es el único socio. De ahí en adelante, Jose se dedicaría a la mampostería, habitualmente con uno o dos empleados, pero siempre ‘manchándose las manos’. Pese a encargarse de trabajos de poca extensión, su gran calidad técnica fue convirtiéndolo en una referencia en el sector, aplicando las habilidades artesanas y la meticulosidad a los proyectos que ha seguido realizando hasta hoy.
En el inicio de la noche, bajo la luz de los focos, está la puerta de la antigua fábrica Philips, donde Pepita trabajó casi una década.
Este es uno de los más interesantes trabajos de mampostería que José ha realizado: un homenaje a los judíos asesinados en Aldenhoven durante el terror nazi. Una mancha roja vandaliza la estrella de David tallada en la piedra.
Jose y Wilma completarían su familia con el nacimiento de sus tres nietos: Luca, Noah y Marcelina. La guinda en una vida inesperada, con decisiones difíciles y plagada de viajes. Si bien siempre pensé en ellos como mi “familia alemana”, la realidad es que es una familia mestiza, que lleva con orgullo sus raíces españolas. Esta es la historia de quien emigró y se quedó, en pleno contraste con la decisión que tomaron mis abuelos. Jose eligió hacer su vida en la misma zona que sus padres y por la que no profesa una gran admiración. Sus sentimientos hacia Asturias, la tierra que le vio nacer y le dio tan buenos recuerdos, son intensos. Cada año, al igual que muchos emigrados, decidía regresar para pasar sus vacaciones en los verdes valles. Siento una gran empatía por mi tío, ya que compartimos la percepción de nuestra tierra como un lugar excepcional tanto desde un punto de vista natural como a nivel humano. Creo que mantiene vivo el espíritu de los migrantes idealizar la patria que dejamos, para conservar una identidad en un ambiente eternamente ajeno. Nunca dejamos de ser extranjeros, nunca podemos engañarnos a nosotros mismos. Me parece importante no renegar de tus raíces, con el objetivo de mantener vivo el sueño y alejar la idea de un pesado “para siempre”.
Uno de los días que pasé en Alemania fui a visitar a la hermana de mi padre, Eugenia, a su marido Mario y a mi prima Jessica. A ellas las había visto un año atrás, pero a mi tío Mario no lo había vuelto a ver desde la primera visita a Alemania. A lo largo de los años he tenido la oportunidad de pasar mucho más tiempo con Jose y Wilma que con Eugenia y su familia. Por ello, esta visita representaba una gran novedad. Además, conocía menos la historia de cómo Eugenia terminó en Alemania, país en el que nació, pero del que no tiene la nacionalidad.
Mario pasó a buscarme con el coche por casa de Jose, con destino a Jülich, su residencia desde hace muchos años. Jülich es una pequeña población que resultó casi totalmente destruida durante la Segunda Guerra Mundial por los bombardeos aliados. Su hogar es un apartamento en una zona residencial y está decorado como un homenaje a la mezcla cultural de la que es reflejo la familia: Mario proviene de la isla italiana de Cerdeña. Por las paredes se entrecruzan recuerdos turísticos de Asturias, Cerdeña e Italia; un antiguo sable, un arcabuz y los vinos protegidos por el polvo mantienen viva la tradición e identidad. En la parte posterior de la casa, un pequeño jardín. El cobertizo que les corresponde esconde una antigua Vespa, que Mario muestra con orgullo. Los platos que decoran la cocina son una mezcla de banderas asturianas, gaitas y bonitos adornos florales. La familia suele hablar en italiano, lengua que mi prima Jessica también domina. El castellano se habla menos, pero Mario conoce el idioma y Jessica lo entiende. La cuestión de la comunicación se resolvió de forma muy diferente para ellos y para la familia de su hermano José Luis.
Eugenia nació en la casa de mis abuelos en Aldenhoven en junio de 1965. Podrían haber ido al hospital, como era habitual en aquella zona y época, pero mi abuela Pepita decidió tenerla en casa. Sería en diciembre de aquel mismo año cuando la dejaron en España a cargo de sus abuelos maternos, Covadonga y Carlos, creciendo separada de sus padres durante unos seis largos años. Eugenia sería muy querida y bien tratada también en su nuevo hogar, que compartiría también con su primo José Manuel y su tío Carlos, el menor de los hermanos de su madre. No es fácil entender cómo se sentiría Eugenia en ausencia de sus padres, pero tras seis años sin una presencia regular, debían de parecerle unos desconocidos.
Cuando Ezequiel y Pepita regresaron en mayo de 1971, habiendo dejado a Jose con su nueva vida en Alemania, decidieron reagrupar a la parte de la familia que les quedaba: a su hijo Ezequiel, quien dejaría por fin de vivir internado en colegios, y a Eugenia, quien abandonaría el cuidado de sus queridos abuelos. Con lo ahorrado a lo largo de aquellos años de trabajo extra y privaciones, así como con el dinero del trabajo de Jose, compraron un apartamento en Gijón, donde nunca habían vivido anteriormente. La transacción fue gestionada por Rosa, la madrina de Eugenia. Como a su llegada la casa no estaba terminada, pasaron unas semanas con ella y su marido Tino. Una vez se mudaron, mi abuela recuerda que además de no tener ascensor todavía —bastante deseable para un sexto piso— la escalera aún no estaba terminada, sólo eran ladrillos apilados. Aquel sería el último hogar de mis abuelos, pero la vida terminaría llevando a Eugenia de vuelta a la zona que la vio nacer.
He aquí uno de las principales cuestiones que plantea la emigración: cómo te influyen las costumbres y valores del nuevo hogar, y cómo las asimilas al compararlas con los valores de tu tradición. Ezequiel y Pepita, pese a venir de familias tradicionalmente de izquierdas, se criaron en medio de la represión e imposición de un régimen fascista. Ese contexto influyó en la mentalidad de una población que no tuvo contacto con valores liberales, ni la oportunidad de estudiar o acceder a la cultura. Era de esperar que casi diez años en Alemania hubieran dado otra forma a su mentalidad, pero hay varios factores que hicieron que, inesperadamente, regresaran a España con una visión atrasada, en un país que sí había ido evolucionando. La vida en la ciudad, en Gijón, en 1970, era muy diferente de la vida en el pueblo que dejaron, allá en 1960. Posiblemente, una década dedicada al trabajo y al ahorro como centro todo y un cierto aislamiento de los grupos de migrantes respecto al resto de la sociedad mermaran esas posibilidades de apertura ideológica y cultural. Este tipo de actitudes intoxicaron el ambiente familiar en términos prácticos: los hijos no podían recibir visitas de amigos; mi abuela no permitió a Eugenia continuar entrenando con su equipo de volleyball una vez caída la noche ni podía salir con los amigos, aun habiendo cumplido la mayoría de edad.
Toda esta tensión estalló un fin de semana de verano de 1987. Ezequiel y Pepita se fueron el fin de semana de caza a la vecina provincia de León, como era habitual. Eugenia, a pesar de tener veintidós años, debía estar en casa a las diez de la noche. Tras recibir la llamada de su madre para comprobar que había regresado, salió de nuevo a tomar algo a una discoteca. Allí una amiga le preguntó si podía quedarse a dormir en su casa, más próxima que la suya. Aprovechando que su hermano estaba en el mismo bar, Eugenia consultó su opinión y a él no le pareció que hubiese ningún problema. Al día siguiente por la mañana, sus padres regresaron inesperadamente, ya que era costumbre que volviesen el domingo por la noche. Cuando descubrieron que una amiga se había quedado en la casa, montaron en cólera. Eugenia fue a hablar con su padre, que si bien tenía un fuerte temperamento, era alguien con quien se podía razonar. Sin embargo, Pepita entró en la habitación gritándole a su amiga que se fuera, que no la quería ahí. Esta fue la gota que colmó el vaso, y Eugenia hizo las maletas para marcharse, no sin antes discutir con su padre y tener una de las conversaciones más duras posibles, en la que ella finalmente expresó cómo se sentía. En su opinión, ellos se perdieron sus primeros seis años de vida, y la seguían tratando como si tuviera dieciséis. Su voluntad no fue herir a su padre, pero al parecer le removió enormemente la conciencia, ante lo que él no pudo más que repetir como un mantra que “lo hicieron por la familia”. “¿Y qué os queda de esa familia?” —respondió Eugenia—. Tras un intercambio de gritos, se fue de casa. En aquella época, ella trabajaba en Pasa y Mira, una tienda de compra-venta de artículos de segunda mano, y decidió ir a pedir ayuda a su hermano Ezequiel, quien ya vivía con mi madre Puri. Pasó un tiempo en su casa y finalmente sus hermanos arreglaron una solución: ella podría irse una temporada a Alemania, donde Jose le ayudaría con los documentos y trámites. Al fin y al cabo, era fácil encontrar trabajo y salir adelante en aquella tierra.
Mario, el marido de Eugenia, es de Cerdeña. En su hogar en Jülich muchos elementos mantienen viva la identidad plurinacional de la familia.
Eugenia y Mario, en la penumbra de la oscuridad invernal de Jülich. Han sido muchos años separados: sus visitas a España han sido menos frecuentes que las de José y Wilma y la mía a Alemania se ha hecho esperar quince años.
Llegó en septiembre de 1987, con la idea de aprender el idioma y pasar allí unos cinco años, para luego regresar a España. Eugenia no había ido a la universidad, ya que su madre se empeñó en que la única carrera que apoyaría sería medicina —un test psicológico de orientación laboral a los dieciséis años le recomendaba seguir aquel camino, a ella y a otros treinta y cuatro compañeros de clase—. Comenzó a trabajar como niñera y camarera de habitación, a la vez que aprendía alemán en la Universidad Popular. Este año 2017, los cinco años iniciales se habrán convertido en treinta. Hoy en día trabaja como cocinera en una fábrica a diez kilómetros de Jülich.
Desde niño oí parte de estas historias de la emigración, principalmente las anécdotas graciosas o los clichés que decidieron repetir para justificar las decisiones tomadas, tejiéndose así una historia oficial que apenas era cuestionada. Nunca había conversado de adulto a adulto con mi tía acerca de cómo terminó construyendo su vida en Alemania. Hoy en día he conseguido poner en perspectiva a esos abuelos que tanto me mimaron, e intentado entender las decisiones y sentimientos que realmente habían ido modelando su existencia. No me arrepiento de haber ahondado en los sentimientos heridos de sus hijos; no tengo miedo de derribar mitos. Esta historia ha servido, por lo pronto, para alertarme de las terribles tensiones que surgen de la decisión de dejar tu hogar, tus raíces y tu familia. También de que cinco años se convierten en treinta sin darte cuenta. Mis abuelos decidieron regresar, pero no consiguieron reagrupar a la familia. Los Suárez están a camino entre dos países, a mil setecientos kilómetros de distancia. Esta investigación me ha servido para cuestionar enormemente las decisiones que he tomado, y las que estén por venir. Las dudas sobre si “ha merecido la pena” o el miedo a retornar están más vivos que nunca. La identidad, la pertenencia a un pueblo, la lejanía de la familia y las consecuencias psicológicas de haber buscado las respuestas lejos del lugar que me vio nacer, son hoy una constante en mi psique.
La primera generación de migrantes, artífice de la reconstrucción económica europea, marcarían con sus pasos el camino desde España hasta Alemania en los años 60.
Cuando la historia había echado tierra encima de aquellas generaciones migrantes, miles de jóvenes europeos saldrían del país ante el drama vital provocado por la crisis. Sus consecuencias están por llegar.
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